Comunidade Caná

Comunidad Católica de Alianza integrada por familias en el seno de la Renovación Carismática

Recibir con ternura a mi cónyuge

By 8:05 ,


  “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia. Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para presentársela gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada. Así deben también los maridos amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son. «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne». Es éste un gran misterio, y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia”. (Ef 5, 23-33)

     San Pablo habla de la relación esponsal refiriéndola a la de Cristo con su Iglesia: “Es este un gran misterio”. Nosotros, esposos, ¿vivimos nuestro sacramento de esta manera… o la  Palabra de Dios supera nuestras fuerzas? ¿Qué lugar ocupa Jesucristo en nuestro caminar matrimonial? 


La ternura, un soplo que nos alienta a ser lo que estamos llamados a ser

El psicólogo Diego Velicia nos habla maravillosamente de ella en su artículo "¡Es la ternura!". 
La ternura -afirma- no solo consiste en muestras físicas, sino que se manifiesta, sobre todo, en miradas esperanzadas, en silencios comprensivos, en renuncias sacrificadas. Quizá la reducimos a la infancia; pero, en realidad, la necesitamos toda la vida. No somos conscientes de su capacidad transformadora, sin embargo, su potencia para configurar una vida es  infinita. La ignoran los obsesionados con la eficacia, los que nunca la han experimentado y quienes solo quieren imponerse a los demás.

No se trata de una emoción intensa que se siente muy dentro y hace estallar el corazón de gozo efusivo, no. La ternura da calor al corazón cuando el frío de la vida congela el alma. Sentir ternura por nuestra pareja no es amarla “a pesar de” su fragilidad, creyendo que soy una persona buena, elevándome a categoría de héroe, capaz de amar a alguien a pesar de que realmente no se lo merece. De este modo, acabo mirando la fragilidad de mi cónyuge de forma condescendiente, desde lo alto. En cambio, la ternura es lo opuesto a la mirada que juzga y condena, que critica, que reprocha, que desprecia… “Estás siempre igual, nunca cambias, nunca lo harás”.

La ternura siempre ofrece una respuesta insólita a la dificultad del otro. Es una forma inesperada de hacer justicia, dice el Papa Francisco. Es la experiencia de amar y acoger al otro “en medio de” su fragilidad, en medio de su debilidad, en medio de su dificultad. No ignora la fragilidad del otro. No la niega. No la minimiza. No se asusta ante ella sino que la percibe con realismo, la reconoce con verdad, la saca a la luz con sensibilidad, la toca con delicadeza.

Cuando nos tratan con ternura, nos insuflan esperanza para trabajar sobre nosotros mismos y nos devuelven la dignidad para seguir en camino. Es como un soplo que alienta a ser lo que estamos llamados a ser, a “no tirar la toalla”.


Arrancaré de vosotros el corazón de piedra y os daré un corazón de carne

Al principio, Dios nos crea hombre y mujer para un proyecto de comunión y nos bendice con el sacramento del matrimonio a través del cual derrama la gracia para hacer posible este amor para siempre que supera nuestras fuerzas humanas.

“Dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne” (Gén 2, 24). Esta Palabra que pronuncia Dios es nuestra denominación de origen, nuestra seña de identidad. Siempre hay que volver a ella, porque es volver al principio de nuestra vocación.

Desde esa perspectiva, nuestra vida conyugal es un continuo renunciar, para unirse al otro y ser uno. La acogida mutua es la clave de nuestra unión. Recibir al otro, es hacerle un espacio en mi yo. Porque seguimos siendo dos personas diferentes, con necesidades, psicologías, heridas diferentes. Somos dos que caminamos en medio de nuestras imperfecciones y nuestros límites.

En nuestro camino matrimonial surgen las dificultades de nuestro pecado que se muestra en forma de actitudes que me separan del cónyuge:

  • Estar a la defensiva frente al otro porque pienso que me va a hacer daño.
  • Juzgar antes de que empiece a hablar.
  • Desconfiar a causa de nuestras heridas.
  • Tener creencias equivocadas, adquiridas (por ejemplo: si no me cuido yo, no me cuida nadie).

La Palabra de Dios llega viva y eficaz con la fuerza del Espíritu Santo: “Y os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne” (Ez 36, 26). Es Dios mismo el primero en llenarse de ternura ante nuestras dificultades, en mirarnos con compasión y misericordia: “Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por los que lo temen” (Sa 103, 13) y en derramar su amor en nosotros con el Espíritu Santo que tiene verdadero poder para cambiarnos:

  • Arranca de nuestro pecho muchas cosas que no son el verdadero amor: falsas seguridades, heridas que nos impiden amar, miedos a sufrir, barreras, bloqueos…
  • Nos da un corazón nuevo, capaz de acoger al otro en sus fragilidades, en aquello que no comprendo.
  • Nos pone en tierra nueva donde triunfa el amor, la ternura de Dios, que es caridad esponsal que se conmueve, que tiene entrañas de misericordia.

El Espíritu es quien realiza en nosotros esta obra... con nuestra colaboración, es decir, no ofreciendo resistencias: “Mira, hago nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5).


La madurez del amor

Un día nos enamoramos y nos comprometimos. Preparamos todo y ¡adelante! Salimos juntos a recorrer esta aventura como salió el hombre de la parábola (Lc 10, 25-37). Por el camino unos bandidos nos asaltaron, nos apalearon y nos dejaron heridos y tirados en el suelo. Llegó un sacerdote y pasó de largo, llegó un letrado y dio un rodeo, pero un samaritano se paró, nos curó y nos llevó a la posada.

Podríamos describir que los bandidos de la parábola son como algunos aspectos externos que nos rodean: enfermedad, paro, contratiempos…; y también pueden ser aspectos internos: dureza de corazón, rigidez, argumentos, celos, reproches, cansancio, pesimismo… El buen samaritano es Cristo en nuestras vidas, que nos enseña el camino de la ternura. Y el mensaje final, para nosotros, es: “Ahora haz tú lo mismo”. Primero con tu cónyuge, después con tus hijos y con todos los que te encuentres en la vida.

Sin embargo, es importante saber que la ternura no es algo que tengamos nosotros por naturaleza. Es un aprendizaje en el amor, es la madurez del amor.


Tres formas de crecer en ternura

  • Cultivar el sentido del humor. No hablamos de la ironía ni del sarcasmo que ridiculiza o desprecia al otro. El humor posibilita una mirada nueva sobre el otro. La familia que posee sentido del humor tiene un tesoro muy valioso.
  • Ver siempre el lado bueno. Valorar la parte positiva de aquello que a veces nos saca de quicio del otro. No se trata de justificar el mal, sino de mirarlo desde otra perspectiva. Una persona terca, seguramente sea exasperante en muchos momentos, pero perseguirá sus objetivos en la vida y eso tiene una parte buena. Una persona tranquila a veces desespera hasta la exasperación en su tranquilidad, pero aportará calma a situaciones complicadas. Una persona que cambia de planes con facilidad puede que nos vuelva locos, pero seguramente conseguirá improvisar en los momentos en que esto sea necesario.
  • No “tirar la toalla”. Tener conciencia de las propias fragilidades, afrontarlas. Fracasar una y otra vez, perdonarse por ello y volver, una y otra vez, al camino de intentarlo de nuevo. Aceptar y amar este proceso nos prepara para la ternura..


La Palabra nos sugiere algunos pasos que debemos dar...

  1. Recibir a mi cónyuge es el primer paso para acogerlo. Si no estoy abierto a recibir, no podré acoger. Para eso es necesario crear un clima de confianza. “No te acerques aquí; quítate las sandalias de los pies, porque el lugar donde estás parado es tierra santa” (Éx 3, 5). Cuando en la vida común aflora lo personal de cada uno, aquello que se ha compartido y aquello que no ha salido del todo a la luz, se comienza a ver las fragilidades, las actitudes, las heridas y, a veces, los silencios. Es necesario entonces pararnos ante nuestro cónyuge (“no te acerques aquí”), exponernos uno al otro desde la verdad (“quítate las sandalias de los pies”), sabiendo que es necesaria la máxima ternura (“porque el lugar donde estás parado es tierra santa”).
  2. El Espíritu Santo nos ayuda a renovar nuestro vínculo, nuestro deseo, nuestra vocación, nuestra mirada, nuestro amor primero: “Las aguas torrenciales no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo” (Cant 8, 7). No basta simplemente con no juzgar; se trata de que el otro se sienta amado tal y como es, para que pueda mostrarse como es. “Yo soy para mi amado y mi amado es para mí” (Cant 6, 3).
  3. “Iré a la casa de mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra Dios y contra ti” (Lc 15,15). Tomar la actitud del pobre, del necesitado, del que ha malgastado su fortuna, reconociendo necesitar la mirada de mi esposo, de mi esposa que me acoge como vengo, como estoy, como soy... y la de Dios que siempre es Padre, que siempre perdona, que siempre alienta y que me pone nuevamente el anillo de hijo.


Algún compromiso concreto acordado entre los dos...

Cada día, 5 minutos para la ternura entre nosotros y con Dios:

  • Mirarse a los ojos y preguntar: ¿Cómo estás? Y escuchar la respuesta con paz en el corazón.
  • Rezar al menos un Padrenuestro, Avemaría y Gloria, si es posible de la mano.

Cada semana, un tiempo entre nosotros y con Dios:

  • Buscar un tiempo para estar juntos, mínimo una hora. El objetivo es crear un clima de acogida, donde nos detengamos en la acogida al otro.
  • ¿Qué necesita el otro?
  • Ser capaces de salir de nuestros bloqueos, nuestros muros y expresar nuestros malestares o contratiempos de la semana.
  • Tiempo de llenarnos de Dios: oración juntos, rosario, Eucaristía... Hacernos más conscientes de que Dios desciende a nuestra vida cotidiana.

Cada quincena o cada mes, de manera especial aprovechando las celebraciones familiares:

  • Tiempo para toda la familia: una comida especial, una tarde de diversión, de juegos de mesa, una película juntos, un tiempo de escucharnos todos.


Ejercicios para realizar en familia:

  1. Pronunciamos la palabra escuchar. ¿En nuestra casa nos escuchamos unos a otros? ¿En qué momentos hay sensación de prisa y de no tener tiempo unos para otros? Después de escucharnos todos, nos ponemos una nota sobre el verbo escuchar y la ponemos en la nevera. A continuación, hablamos de qué podemos hacer para mejorar esa nota.
  2. Este ejercicio lo repetiremos con la palabra ayudar. ¿En nuestra casa nos ayudamos unos a otros? ¿Alguien siente que está demasiado cargado de responsabilidades y que necesita ayuda?
  3. Y con la palabra comprender. ¿Antes de juzgar a los demás, nos ponemos en su situación para tratar de entender sus actos?


Montse y Javier - Comunidade Caná
 

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